Todo lo que se nombra, duele un poco más.
Todo empezó con un sueño. Un sueño que no era pesadilla, pero que me dejó el cuerpo pesado, como si hubiese peleado toda la noche con algo que no terminaba de verse. Soñé con ella. O con una versión de ella que mi cabeza, obstinada, se encargó de diseñar. En ese lugar irreal, hablábamos como si siempre hubiéramos estado ahí. No había ruidos de fondo, ni distancia, ni esa incomodidad que a veces arrastra la ternura. Solo estábamos nosotros. Y todo parecía posible.
Al despertar, el silencio fue violento. Abrí los ojos y su ausencia pesaba más que nunca. Me quedó un temblor en el pecho. Una duda incómoda: ¿y si nunca estuvo? Pero no era una duda cualquiera. Era una certeza disfrazada, de esas que uno no quiere mirar de frente. A veces lo que más duele no es lo que se pierde, sino lo que se cree haber tenido. O peor: lo que se esperaba que ocurriera.
Durante un tiempo, me convencí de que había algo real en todo eso. Que ella existía más allá de los mensajes, que alguna vez me había visto de verdad. Y empecé a buscarla. No afuera, sino en las señales que el recuerdo deja sin permiso. Un perfume flotando entre los libros, una foto, frases anotadas que ahora parecían hablarme solo a mí.
Pero cuando intentaba encontrarla entera, desaparecía. Era como esa partícula cuántica que cambia si la observás. Apenas la enfocaba, se deshacía. Como si supiera que no podía sostenerse bajo la luz.
Entonces, decidí experimentar. No para entenderla a ella, sino para entender qué me pasaba. Me volví el científico de mi propia obsesión. Escribía, imaginaba, reconstruía escenas en la cabeza. Como si repitiendo los pasos exactos pudiera provocar un final distinto. Pero cuanto más lo intentaba, más me hundía. Ella era pura posibilidad cuando no la miraba. Pero cuando intentaba tocarla, se volvía nada. Un reflejo que no se deja agarrar.
Y sí. Aunque nadie lo diga: el observador también llora. Lloré mucho. No por lo que fue, sino por lo que quise que fuera. Lloré por todo lo que guardé y no supe cómo dar. Por la soledad de sentir tanto y no tener dónde dejarlo. Porque solo yo, en mi cabeza, puedo sentir este amor que no se detiene. Y no sé cómo compartirlo si no es con ella. Por eso escribo. Para que no se pierda. Para que algo quede de este amor que no encontró cuerpo donde habitar.
Con el tiempo, empecé a entender. Que hay vínculos que son espejismos. Que algunas personas llegan como errores de sistema. Interferencias. Te sacuden, te desordenan el alma, y después se van sin mirar atrás. No porque quieran hacer daño, sino porque simplemente no están hechas para quedarse.
Y entendí también que yo la había idealizado. Que la había convertido en algo más grande de lo que podía ser. En un símbolo. En un experimento emocional que solo yo estaba ejecutando.
Un día, sin ninguna epifanía dramática, simplemente me rendí. Dejé de buscar señales. Dejé de escribir para acercarme. Empecé a escribir para cerrar.
Y así, como se anotan las conclusiones al final de un trabajo, con trazo firme, casi en voz baja, escribí:
No existes.
No como un insulto, no con rabia. Sino como una verdad limpia. Como un acto de cuidado. Como el cierre de un experimento solitario que me enseñó más sobre mí que sobre vos. Porque no fuiste persona. Fuiste reflejo. Fuiste posibilidad.
Fuiste ausencia con nombre.